Nadie pensó jamás que May Forster se casaría con John Charrington; pero él no opinaba lo mismo, y John Charrington tenía un modo extraño de conseguir cualquier cosa que se propusiera. Le pidió que se casara con él antes de ir a Oxford. Ella se echó a reír y le dijo que no. Se lo volvió a pedir la primera vez que regresó a casa. May se rió de nuevo, movió su preciosa cabeza rubia, y volvió a contestarle que no. La tercera vez que se lo pidió, ella dijo que se estaba convirtiendo en un hábito incorregible, y se rió más que nunca de él.
John no era el único hombre que quería casarse con May: era la belleza de nuestro círculo social, y todos estábamos más o menos enamorados de ella; era una especie de moda, como los corbatines de lazo o las capas de Inverness. Por eso nos sentimos tan molestos como sorprendidos cuando John Charrington entró en nuestro pequeño club local (recuerdo que celebrábamos nuestras reuniones en un desván encima del guarnicionero) y nos invitó a su boda.
-¿A tu boda?
-¿Bromeas?
-¿Quién es la afortunada? ¿Cuándo tendrá lugar?
John Charrington cargó su pipa y la encendió antes de contestar:
-Muchachos, lamento privaros de vuestra única diversión... Pero la señorita Forster y yo nos casaremos en septiembre.
-¿Bromeas?
-Le ha dado calabazas de nuevo y el pobre ha perdido el juicio.
-No -exclamé, poniéndome en pie-. Seguro que dice la verdad. Que alguien me dé una pistola... o un billete en primera clase hasta la última parada de Ningunaparte. Charrington ha embrujado a la única joven bonita en un radio de veinte millas. ¿Ha sido mesmerismo o un filtro de amor, Jack?
-Ni lo uno ni lo otro, sino una virtud que vosotros nunca tendréis: perseverancia, y el hecho de ser el hombre más afortunado del mundo.
Había algo en su voz que me hizo callar; y las bromas de los demás muchachos no lograron sonsacarle nada.
Lo más sorprendente fue que, cuando felicitamos a la señorita Forster, ella se puso roja como la grana y nos sonrió con aquellos graciosos hoyuelos en las mejillas, como si realmente estuviera enamorada de él y lo hubiese estado desde el principio. Juraría que era cierto. Las mujeres son criaturas muy extrañas.
Nos invitaron a todos a la ceremonia. En Brixham, todos los que son algo se conocen entre sí. Estoy convencido de que mis hermanas estaban más interesadas por el ajuar que la propia novia, y yo iba a ser el padrino. Se habló mucho del futuro enlace a la hora del té, y en nuestro pequeño club encima del guarnicionero; y todo el mundo se hacía la misma pregunta: ¿le amará ella?
Yo tampoco lo sabía a ciencia cierta en los primeros días de su noviazgo, pero, después de cierto atardecer de agosto, mis dudas se desvanecieron. Regresaba a casa desde el club a través del cementerio. Nuestra iglesia se encuentra en una colina donde crece el tomillo, y el césped a su alrededor es tan suave y tupido que las pisadas resultan inaudibles.
No hice el menor ruido al saltar el pequeño muro cubierto de liquen, y continué mi camino entre las tumbas. Recuerdo que oí la voz de John Charrington y vi a May al mismo tiempo. Estaba sentada sobre una lápida muy lisa, a escasa altura, con todo el esplendor del sol poniente en su lindo semblante. Su expresión disipaba, de una vez para siempre, cualquier duda acerca de su amor por él; una belleza, que no habría creído posible ni en un rostro tan hermoso como el suyo, parecía transfigurarla.
John estaba a sus pies, y fue su voz la que rompió el silencio del dorado atardecer de agosto.
-Mi amor, mi amor, ¡creo que volvería de entre los muertos si me lo pidieras!
Me apresuré a toser para indicarles mi presencia y, desterrando cualquier duda, continué andando por la sombra.
La boda iba a celebrarse a primeros de septiembre. Dos días antes, tuve que ir urgentemente a la ciudad por un asunto de negocios. El tren venía con retraso, por supuesto, ya que se trataba de la Compañía del Sudeste y, mientras esperaba malhumorado su llegada con el reloj en la mano, divisé a John Charrington y a May Forster. Paseaban del brazo por un solitario extremo del andén, mirándose a los ojos, indiferentes a la amable curiosidad de los mozos de estación.
Sin dudarlo un instante, como es natural, desaparecí en el despacho de billetes; y, hasta que el tren no se detuvo en la estación, no pasé de manera visible junto a la pareja con mi Gladstone, y elegí un rincón en un vagón de fumadores de primera clase. Hice como si no los hubiera visto. Me sentía orgulloso de mi discreción, pero, si John iba a viajar solo, yo deseaba su compañía. Y la tuve.
-Hola, viejo amigo -exclamó alegremente, metiendo su bolsa en mi vagón-. ¡Menuda suerte! ¡Y yo que esperaba un viaje de lo más aburrido!
-¿Dónde vas? -le pregunté, mirando discretamente hacia otro lado; no necesitaba ver a May para saber que la joven había llorado.
-A casa del anciano Branbridge -respondió, cerrando la portezuela y asomándose a la ventanilla para despedirse de su novia.
-¡Ojalá no fueras, John! -le oí decir en voz baja, con enorme seriedad-. Estoy segura de que va a ocurrir algo.
-¿Crees que yo permitiría que ocurriese algo que nos impidiera celebrar la boda pasado mañana?
-No vayas -le suplicó May, con una vehemencia que habría enviado primero mi bolsa y después a mí al andén. Pero ella no se dirigía a mí. Y John Charrington era diferente: rara vez cambiaba de opinión, y nunca sus decisiones.
Se limitó a acariciar las pequeñas manos sin guantes que se apoyaban en la portezuela del vagón.
-Tengo que hacerlo, May. El pobre viejo ha sido sumamente bondadoso conmigo y, ahora que está en su lecho de muerte, debo acudir a su lado; pero volveré a tiempo para... -el resto de su despedida se perdió en un murmullo y en las sacudidas y traqueteos del tren que arrancaba.
-¿Seguro que vendrás? -preguntó ella, al ver que nos movíamos.
-Nada me lo impedirá -replicó John Charrington; y el tren salió de la estación.
Criando la pequeña figura en el andén desapareció de su vista, se recostó en el rincón y guardó unos momentos de silencio.
Me explicó entonces que su padrino, del que era el único heredero, estaba muriéndose en Peasmarsh, a unas cincuenta millas; que había enviado a buscarlo, y él se había sentido obligado a ir.
-Seguramente estaré de vuelta mañana -afirmó-, y si no al día siguiente, con tiempo de sobra para la boda. ¡Es una suerte que en la actualidad no haya que levantarse en medio de la noche para contraer matrimonio!
-¿Y si fallece el señor Branbridge?
-¡Vivo o muerto, tengo intención de casarme el jueves! –repuso John, encendiendo un cigarro y desplegando el Times.
Nos dijimos adiós en la estación de Peasmarsh; él se bajó del tren, y le vi alejarse a caballo. Yo seguí hasta Londres, donde pasé la noche.
Cuando regresé al día siguiente, una tarde muy lluviosa, por cierto, mi hermana me recibió con estas palabras:
-¿Dónde está el señor Charrington?
-¡Sabe Dios! -respondí malhumorado. A todos los hombres, desde los tiempos de Caín, les han inquietado esa clase de preguntas.
-Pensé que sabrías algo de él -añadió ella-, como mañana vas a ser su padrino...
-¿Acaso no ha vuelto? -inquirí, pues había confiado en encontrarlo en casa.
-No, Geoffrey -mi hermana Fanny siempre sacaba conclusiones precipitadas, especialmente si éstas eran poco favorables para sus congéneres-, no ha vuelto y, es más, puedes estar seguro de que no lo hará. Escúchame bien, mañana no se celebrará ninguna boda.
No había nadie en el mundo que me sacara tanto de mis casillas como mi hermana Fanny.
-Escúchame bien tú a mí -contesté con aspereza-, será mejor que dejes de comportarte como una perfecta idiota. La boda de mañana será mucho más real que ninguna de las que vayas a protagonizar tú -una predicción, dicho sea de paso, que acabaría cumpliéndose.
Sin embargo, aunque yo respondiera con brusquedad a mi hermana, muy seguro de mis palabras, no me sentí tan bien aquella noche cuando me dijeron en casa de John que aún no había vuelto. Me alejé de allí bajo la lluvia, lleno de pesimismo. La mañana siguiente amaneció con un cielo azul y un sol radiante; un día inmejorable de suave viento y hermosas nubes. Me levanté con el vago sentimiento de haberme acostado muy inquieto, y con muy pocas ganas de enfrentarme a la realidad ahora que estaba despierto.
Pero con el agua para el afeitado me trajeron una nota de John que me tranquilizó, y me encaminé feliz a casa de los Forster. May estaba en el jardín. Vi su traje azul a través de las malvarrosas cuando las puertas de la verja se cerraron a mis espaldas. Así que, en lugar de dirigirme a la casa, bajé por el sendero cubierto de césped.
-También te ha escrito -exclamó, sin saludarme antes, cuando llegué a su lado.
-En efecto. Tengo que reunirme con él a las tres en la estación, y los dos iremos directamente a la iglesia.
Su semblante estaba pálido, pero el brillo de sus ojos y el delicado temblor de sus labios hablaban de una renovada felicidad.
-El señor Branbridge le pidió que se quedará una noche más y John fue incapaz de negarse -continuó May-. ¡Es tan buena persona! Pero ¡ojalá hubiera vuelto ayer!
Llegué a la estación a las dos y media. Me sentía bastante irritado con John. Era una falta de respeto hacia la hermosa joven que tanto le amaba llegar sin aliento, cubierto del polvo del camino, y coger esa mano por la que algunos de nosotros habríamos dado los mejores años de nuestra vida.
Pero cuando el tren de las tres en punto se detuvo y volvió a ponerse en marcha sin que ningún pasajero se apeara en nuestra pequeña estación, sentí algo más que indignación contra él. El siguiente tren no llegaría hasta treinta y cinco minutos después; calculé que, si nos apresurábamos, podríamos llegar justo a tiempo a la ceremonia; pero ¡qué necio había sido al perder el primer tren! ¿Qué otro hombre habría hecho algo así?
Los treinta y cinco minutos se me hicieron eternos mientras vagaba por la estación leyendo el tablón de anuncios y los horarios, así como el reglamento de la compañía ferroviaria, cada vez más indignado con John Charrington. Aquella confianza en su propio poder de conseguir cuanto quería en el momento en que lo deseaba le estaba llevando demasiado lejos. Odio esperar. A todo el mundo le pasa lo mismo, pero creo que yo lo odio más que nadie. El tren de las tres treinta y cinco llegó con retraso, naturalmente.
Mordí mi pipa con fuerza y di una patada en el suelo con impaciencia mientras esperaba el cambio de señales. Oí un chasquido y la señal bajó. Cinco minutos después entré atropelladamente en el carruaje que había traído para llevar a John.
-¡A la iglesia! -exclamé, mientras alguien cerraba la puerta-. El señor Charrington no ha llegado en este tren.
El enfado se convirtió entonces en inquietud. ¿Qué podía haberle pasado? ¿Se habría sentido súbitamente mal? No recordaba haberlo visto un solo día enfermo. Además, de haber sido así, habría enviado un telegrama. Tenía que haber sufrido un espantoso accidente. Jamás se me pasó por la cabeza... no, ni un solo instante... que hubiera engañado a May. Sí, algo terrible le había ocurrido, y era mi deber comunicárselo a su novia. Les aseguro que casi llegué a desear que el carruaje volcase y destrozara mi cabeza para que otra persona tuviera que decírselo en mi lugar, pues yo... pero eso no tiene nada que ver con esta historia.
Eran las cuatro menos cinco cuando nos detuvimos ante la verja del cementerio. Dos hileras de curiosos se alineaban expectantes a ambos lados del camino, entre la entrada al camposanto y la puerta de la iglesia. Salté del carruaje y pasé entre ellos. Nuestro jardinero estaba muy bien situado, cerca de la puerta. Me paré junto a él.
-Todavía están esperando a los novios, ¿verdad, Byles? -pregunté, únicamente para ganar tiempo; sabía, por supuesto, que así era por lo atenta que se mostraba la muchedumbre.
-¿Esperando, señor? No, no; la ceremonia ya debe de haber acabado.
-¿Acabado? Entonces el señor Charrington, ¿ha venido? justo a tiempo, señor; algo ha debido impedirle encontrarse con usted. Y sabe, señor -añadió bajando la voz-, jamás había visto así al señor John; en mi opinión, ha estado bebiendo más de la cuenta. Su ropa estaba polvorienta y su rostro, blanco como el papel. No me ha gustado nada su aspecto, y la gente está haciendo toda clase de comentarios en el interior. Verá usted, creo que al señor John le ha ocurrido algo muy grave y ha bebido. Parecía un fantasma, y ha entrado en la iglesia con la vista extraviada, sin dirigir una sola mirada o una sola palabra a ninguno de nosotros, ¡él, que ha sido siempre un caballero!
Nunca había oído decir tantas palabras seguidas a Byles. La multitud cuchicheaba y se preparaba para lanzar arroz y zapatillas a los novios. Los campaneros, con sus manos en las cuerdas, se preparaban para iniciar el alegre repicar cuando los recién casados salieran de la iglesia.
Un murmullo en el interior anunció su llegada, y los novios aparecieron en la puerta. Byles estaba en lo cierto. John Charrington parecía otro hombre. Tenía la chaqueta polvorienta y el cabello despeinado; y una mancha amoratada en la frente, como si se hubiera enzarzado en una pelea. Estaba pálido como un cadáver; aunque su palidez no era mayor que la de la novia, que parecía tallada en marfil... el vestido, el velo, las flores de azahar, el rostro, toda ella.
Los campaneros, que eran seis, se inclinaron a su paso; y mientras los oídos esperaban el alegre repicar de boda, ellos iniciaron el lento tañido del toque de difuntos.
Todos nos estremecimos de horror ante la insensata broma de aquellos hombres. Pero los campaneros soltaron las cuerdas y huyeron como conejos hacia la luz del sol. La novia temblaba, y parecía a punto de estallar en llanto; pero el novio descendió con ella por el camino donde la gente los esperaba con los puñados de arroz. Mas nadie los arrojó, ni repicaron las campanas de boda. Fue inútil tratar de convencer a los campaneros para que repararan su error; sin dejar de proferir juramentos, balbucearon que ellos se cuidarían muy mucho de alejarse antes.
En medio de un silencio sepulcral, los novios entraron en el carruaje y la portezuela se cerró tras ellos.
Fue entonces cuando las lenguas se soltaron. Una verdadera Torre de Babel de indignación, asombro y conjeturas, tanto por parte de los espectadores como de los invitados.
-Si yo hubiera visto su estado, señor -me dijo el viejo Forster cuando nos alejábamos-, ¡le habría tirado al suelo de la iglesia para impedir que se casara con mi hija!
Luego asomó la cabeza por la ventanilla.
-¡Corra como el diablo! -gritó al cochero-. No se preocupe por los caballos.
El hombre le obedeció y adelantamos el carruaje de la novia. Yo me abstuve de mirarlo, pero el viejo Forster volvió la cabeza y lanzó un juramento. Llegamos a la casa antes que los recién casados.
Nos quedamos en el umbral, bajo el sol abrasador de las primeras horas de la tarde, y no había transcurrido ni medio minuto cuando oímos el chirrido de las ruedas en la grava. El carruaje se detuvo junto a los escalones de entrada, y el viejo Forster y yo los bajamos corriendo.
-¡Santo Cielo! ¡No hay nadie en su interior! Y, sin embargo...
Me apresuré a abrir la puerta, y contemplé el siguiente espectáculo:
No había ni rastro de John Charrington; y de May, su mujer, sólo se veía un montón de raso blanco en el suelo y en el asiento del carruaje.
-He venido directamente de la iglesia, señor -dijo el cochero, mientras el padre de May la cogía en brazos-; y puedo jurarle que nadie ha salido del coche.
La llevamos dentro con su vestido de novia y le quitamos el velo. ¿Seré capaz de olvidar algún día su rostro? Pálido, muy pálido, atenazado por la angustia y el terror, con una expresión de espanto que, desde entonces, no he visto más que en pesadillas. Su pelo, rubio y brillante, se había vuelto blanco como la nieve.
Mientras su padre y yo la contemplábamos, a punto de enloquecer ante aquel horror y aquel misterio, un muchacho subió por la avenida... un muchacho con un telegrama en la mano. Me entregaron un sobre naranja. Lo rompí para leer su contenido.
El señor Charrington se cayó del caballo a la una y media, camino de la estación. Murió en el acto.
Y había contraído matrimonio con May Forster en nuestra parroquia a las tres y media, ante la mitad de los feligreses.
-¡Me casaré contigo, vivo o muerto!
¿Qué había ocurrido en el carruaje mientras se dirigían a la casa? Nadie lo sabe... ni lo sabrá nunca. ¡Oh, May, amor mío! Antes de que transcurriera una semana, la depositaron junto a su marido en nuestro pequeño cementerio, en la colina donde crece el tomillo... en el mismo cementerio donde los dos celebraban sus citas de amor.
Y así fue la boda de John Charrington.
Autor:
No hice el menor ruido al saltar el pequeño muro cubierto de liquen, y continué mi camino entre las tumbas. Recuerdo que oí la voz de John Charrington y vi a May al mismo tiempo. Estaba sentada sobre una lápida muy lisa, a escasa altura, con todo el esplendor del sol poniente en su lindo semblante. Su expresión disipaba, de una vez para siempre, cualquier duda acerca de su amor por él; una belleza, que no habría creído posible ni en un rostro tan hermoso como el suyo, parecía transfigurarla.
John estaba a sus pies, y fue su voz la que rompió el silencio del dorado atardecer de agosto.
-Mi amor, mi amor, ¡creo que volvería de entre los muertos si me lo pidieras!
Me apresuré a toser para indicarles mi presencia y, desterrando cualquier duda, continué andando por la sombra.
La boda iba a celebrarse a primeros de septiembre. Dos días antes, tuve que ir urgentemente a la ciudad por un asunto de negocios. El tren venía con retraso, por supuesto, ya que se trataba de la Compañía del Sudeste y, mientras esperaba malhumorado su llegada con el reloj en la mano, divisé a John Charrington y a May Forster. Paseaban del brazo por un solitario extremo del andén, mirándose a los ojos, indiferentes a la amable curiosidad de los mozos de estación.
Sin dudarlo un instante, como es natural, desaparecí en el despacho de billetes; y, hasta que el tren no se detuvo en la estación, no pasé de manera visible junto a la pareja con mi Gladstone, y elegí un rincón en un vagón de fumadores de primera clase. Hice como si no los hubiera visto. Me sentía orgulloso de mi discreción, pero, si John iba a viajar solo, yo deseaba su compañía. Y la tuve.
-Hola, viejo amigo -exclamó alegremente, metiendo su bolsa en mi vagón-. ¡Menuda suerte! ¡Y yo que esperaba un viaje de lo más aburrido!
-¿Dónde vas? -le pregunté, mirando discretamente hacia otro lado; no necesitaba ver a May para saber que la joven había llorado.
-A casa del anciano Branbridge -respondió, cerrando la portezuela y asomándose a la ventanilla para despedirse de su novia.
-¡Ojalá no fueras, John! -le oí decir en voz baja, con enorme seriedad-. Estoy segura de que va a ocurrir algo.
-¿Crees que yo permitiría que ocurriese algo que nos impidiera celebrar la boda pasado mañana?
-No vayas -le suplicó May, con una vehemencia que habría enviado primero mi bolsa y después a mí al andén. Pero ella no se dirigía a mí. Y John Charrington era diferente: rara vez cambiaba de opinión, y nunca sus decisiones.
Se limitó a acariciar las pequeñas manos sin guantes que se apoyaban en la portezuela del vagón.
-Tengo que hacerlo, May. El pobre viejo ha sido sumamente bondadoso conmigo y, ahora que está en su lecho de muerte, debo acudir a su lado; pero volveré a tiempo para... -el resto de su despedida se perdió en un murmullo y en las sacudidas y traqueteos del tren que arrancaba.
-¿Seguro que vendrás? -preguntó ella, al ver que nos movíamos.
-Nada me lo impedirá -replicó John Charrington; y el tren salió de la estación.
Criando la pequeña figura en el andén desapareció de su vista, se recostó en el rincón y guardó unos momentos de silencio.
Me explicó entonces que su padrino, del que era el único heredero, estaba muriéndose en Peasmarsh, a unas cincuenta millas; que había enviado a buscarlo, y él se había sentido obligado a ir.
-Seguramente estaré de vuelta mañana -afirmó-, y si no al día siguiente, con tiempo de sobra para la boda. ¡Es una suerte que en la actualidad no haya que levantarse en medio de la noche para contraer matrimonio!
-¿Y si fallece el señor Branbridge?
-¡Vivo o muerto, tengo intención de casarme el jueves! –repuso John, encendiendo un cigarro y desplegando el Times.
Nos dijimos adiós en la estación de Peasmarsh; él se bajó del tren, y le vi alejarse a caballo. Yo seguí hasta Londres, donde pasé la noche.
Cuando regresé al día siguiente, una tarde muy lluviosa, por cierto, mi hermana me recibió con estas palabras:
-¿Dónde está el señor Charrington?
-¡Sabe Dios! -respondí malhumorado. A todos los hombres, desde los tiempos de Caín, les han inquietado esa clase de preguntas.
-Pensé que sabrías algo de él -añadió ella-, como mañana vas a ser su padrino...
-¿Acaso no ha vuelto? -inquirí, pues había confiado en encontrarlo en casa.
-No, Geoffrey -mi hermana Fanny siempre sacaba conclusiones precipitadas, especialmente si éstas eran poco favorables para sus congéneres-, no ha vuelto y, es más, puedes estar seguro de que no lo hará. Escúchame bien, mañana no se celebrará ninguna boda.
No había nadie en el mundo que me sacara tanto de mis casillas como mi hermana Fanny.
-Escúchame bien tú a mí -contesté con aspereza-, será mejor que dejes de comportarte como una perfecta idiota. La boda de mañana será mucho más real que ninguna de las que vayas a protagonizar tú -una predicción, dicho sea de paso, que acabaría cumpliéndose.
Sin embargo, aunque yo respondiera con brusquedad a mi hermana, muy seguro de mis palabras, no me sentí tan bien aquella noche cuando me dijeron en casa de John que aún no había vuelto. Me alejé de allí bajo la lluvia, lleno de pesimismo. La mañana siguiente amaneció con un cielo azul y un sol radiante; un día inmejorable de suave viento y hermosas nubes. Me levanté con el vago sentimiento de haberme acostado muy inquieto, y con muy pocas ganas de enfrentarme a la realidad ahora que estaba despierto.
Pero con el agua para el afeitado me trajeron una nota de John que me tranquilizó, y me encaminé feliz a casa de los Forster. May estaba en el jardín. Vi su traje azul a través de las malvarrosas cuando las puertas de la verja se cerraron a mis espaldas. Así que, en lugar de dirigirme a la casa, bajé por el sendero cubierto de césped.
-También te ha escrito -exclamó, sin saludarme antes, cuando llegué a su lado.
-En efecto. Tengo que reunirme con él a las tres en la estación, y los dos iremos directamente a la iglesia.
Su semblante estaba pálido, pero el brillo de sus ojos y el delicado temblor de sus labios hablaban de una renovada felicidad.
-El señor Branbridge le pidió que se quedará una noche más y John fue incapaz de negarse -continuó May-. ¡Es tan buena persona! Pero ¡ojalá hubiera vuelto ayer!
Llegué a la estación a las dos y media. Me sentía bastante irritado con John. Era una falta de respeto hacia la hermosa joven que tanto le amaba llegar sin aliento, cubierto del polvo del camino, y coger esa mano por la que algunos de nosotros habríamos dado los mejores años de nuestra vida.
Pero cuando el tren de las tres en punto se detuvo y volvió a ponerse en marcha sin que ningún pasajero se apeara en nuestra pequeña estación, sentí algo más que indignación contra él. El siguiente tren no llegaría hasta treinta y cinco minutos después; calculé que, si nos apresurábamos, podríamos llegar justo a tiempo a la ceremonia; pero ¡qué necio había sido al perder el primer tren! ¿Qué otro hombre habría hecho algo así?
Los treinta y cinco minutos se me hicieron eternos mientras vagaba por la estación leyendo el tablón de anuncios y los horarios, así como el reglamento de la compañía ferroviaria, cada vez más indignado con John Charrington. Aquella confianza en su propio poder de conseguir cuanto quería en el momento en que lo deseaba le estaba llevando demasiado lejos. Odio esperar. A todo el mundo le pasa lo mismo, pero creo que yo lo odio más que nadie. El tren de las tres treinta y cinco llegó con retraso, naturalmente.
Mordí mi pipa con fuerza y di una patada en el suelo con impaciencia mientras esperaba el cambio de señales. Oí un chasquido y la señal bajó. Cinco minutos después entré atropelladamente en el carruaje que había traído para llevar a John.
-¡A la iglesia! -exclamé, mientras alguien cerraba la puerta-. El señor Charrington no ha llegado en este tren.
El enfado se convirtió entonces en inquietud. ¿Qué podía haberle pasado? ¿Se habría sentido súbitamente mal? No recordaba haberlo visto un solo día enfermo. Además, de haber sido así, habría enviado un telegrama. Tenía que haber sufrido un espantoso accidente. Jamás se me pasó por la cabeza... no, ni un solo instante... que hubiera engañado a May. Sí, algo terrible le había ocurrido, y era mi deber comunicárselo a su novia. Les aseguro que casi llegué a desear que el carruaje volcase y destrozara mi cabeza para que otra persona tuviera que decírselo en mi lugar, pues yo... pero eso no tiene nada que ver con esta historia.
Eran las cuatro menos cinco cuando nos detuvimos ante la verja del cementerio. Dos hileras de curiosos se alineaban expectantes a ambos lados del camino, entre la entrada al camposanto y la puerta de la iglesia. Salté del carruaje y pasé entre ellos. Nuestro jardinero estaba muy bien situado, cerca de la puerta. Me paré junto a él.
-Todavía están esperando a los novios, ¿verdad, Byles? -pregunté, únicamente para ganar tiempo; sabía, por supuesto, que así era por lo atenta que se mostraba la muchedumbre.
-¿Esperando, señor? No, no; la ceremonia ya debe de haber acabado.
-¿Acabado? Entonces el señor Charrington, ¿ha venido? justo a tiempo, señor; algo ha debido impedirle encontrarse con usted. Y sabe, señor -añadió bajando la voz-, jamás había visto así al señor John; en mi opinión, ha estado bebiendo más de la cuenta. Su ropa estaba polvorienta y su rostro, blanco como el papel. No me ha gustado nada su aspecto, y la gente está haciendo toda clase de comentarios en el interior. Verá usted, creo que al señor John le ha ocurrido algo muy grave y ha bebido. Parecía un fantasma, y ha entrado en la iglesia con la vista extraviada, sin dirigir una sola mirada o una sola palabra a ninguno de nosotros, ¡él, que ha sido siempre un caballero!
Nunca había oído decir tantas palabras seguidas a Byles. La multitud cuchicheaba y se preparaba para lanzar arroz y zapatillas a los novios. Los campaneros, con sus manos en las cuerdas, se preparaban para iniciar el alegre repicar cuando los recién casados salieran de la iglesia.
Un murmullo en el interior anunció su llegada, y los novios aparecieron en la puerta. Byles estaba en lo cierto. John Charrington parecía otro hombre. Tenía la chaqueta polvorienta y el cabello despeinado; y una mancha amoratada en la frente, como si se hubiera enzarzado en una pelea. Estaba pálido como un cadáver; aunque su palidez no era mayor que la de la novia, que parecía tallada en marfil... el vestido, el velo, las flores de azahar, el rostro, toda ella.
Los campaneros, que eran seis, se inclinaron a su paso; y mientras los oídos esperaban el alegre repicar de boda, ellos iniciaron el lento tañido del toque de difuntos.
Todos nos estremecimos de horror ante la insensata broma de aquellos hombres. Pero los campaneros soltaron las cuerdas y huyeron como conejos hacia la luz del sol. La novia temblaba, y parecía a punto de estallar en llanto; pero el novio descendió con ella por el camino donde la gente los esperaba con los puñados de arroz. Mas nadie los arrojó, ni repicaron las campanas de boda. Fue inútil tratar de convencer a los campaneros para que repararan su error; sin dejar de proferir juramentos, balbucearon que ellos se cuidarían muy mucho de alejarse antes.
En medio de un silencio sepulcral, los novios entraron en el carruaje y la portezuela se cerró tras ellos.
Fue entonces cuando las lenguas se soltaron. Una verdadera Torre de Babel de indignación, asombro y conjeturas, tanto por parte de los espectadores como de los invitados.
-Si yo hubiera visto su estado, señor -me dijo el viejo Forster cuando nos alejábamos-, ¡le habría tirado al suelo de la iglesia para impedir que se casara con mi hija!
Luego asomó la cabeza por la ventanilla.
-¡Corra como el diablo! -gritó al cochero-. No se preocupe por los caballos.
El hombre le obedeció y adelantamos el carruaje de la novia. Yo me abstuve de mirarlo, pero el viejo Forster volvió la cabeza y lanzó un juramento. Llegamos a la casa antes que los recién casados.
Nos quedamos en el umbral, bajo el sol abrasador de las primeras horas de la tarde, y no había transcurrido ni medio minuto cuando oímos el chirrido de las ruedas en la grava. El carruaje se detuvo junto a los escalones de entrada, y el viejo Forster y yo los bajamos corriendo.
-¡Santo Cielo! ¡No hay nadie en su interior! Y, sin embargo...
Me apresuré a abrir la puerta, y contemplé el siguiente espectáculo:
No había ni rastro de John Charrington; y de May, su mujer, sólo se veía un montón de raso blanco en el suelo y en el asiento del carruaje.
-He venido directamente de la iglesia, señor -dijo el cochero, mientras el padre de May la cogía en brazos-; y puedo jurarle que nadie ha salido del coche.
La llevamos dentro con su vestido de novia y le quitamos el velo. ¿Seré capaz de olvidar algún día su rostro? Pálido, muy pálido, atenazado por la angustia y el terror, con una expresión de espanto que, desde entonces, no he visto más que en pesadillas. Su pelo, rubio y brillante, se había vuelto blanco como la nieve.
Mientras su padre y yo la contemplábamos, a punto de enloquecer ante aquel horror y aquel misterio, un muchacho subió por la avenida... un muchacho con un telegrama en la mano. Me entregaron un sobre naranja. Lo rompí para leer su contenido.
El señor Charrington se cayó del caballo a la una y media, camino de la estación. Murió en el acto.
Y había contraído matrimonio con May Forster en nuestra parroquia a las tres y media, ante la mitad de los feligreses.
-¡Me casaré contigo, vivo o muerto!
¿Qué había ocurrido en el carruaje mientras se dirigían a la casa? Nadie lo sabe... ni lo sabrá nunca. ¡Oh, May, amor mío! Antes de que transcurriera una semana, la depositaron junto a su marido en nuestro pequeño cementerio, en la colina donde crece el tomillo... en el mismo cementerio donde los dos celebraban sus citas de amor.
Y así fue la boda de John Charrington.
Autor:
E. NESBIT (1858-1924)
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